Por Juan Arvizu
Algunos la llamaban Dora y otros Patricia, pero el resto solo la conocía como la Piru.
Se dedicaba a ejercer la prostitución donde podía, debido a que los lenones de la zona de tolerancia la pusieron en la lista negra porque reñía frecuentemente con los clientes y eso era malo para el negocio.
En la década de los 80 del siglo pasado la zona roja no era el único sitio donde las mujeres ofrecían sus servicios, así que a la Piru no le faltaban lugares para ejercer su oficio.
Durante los últimos meses se enredó con un tipo que conoció al caer presa durante una redada en un antro.
Ambos tenían una vida bastante desordenada y se entendieron a las mil maravillas.
Disfrutaban de la mutua compañía y se encerraban por días en casa de la Piru. Solo salían cuando se les acaba la droga, los cigarros o el alcohol.
Rodrigo, el galán en turno de la Piru, era un sujeto deportado de los Estados Unidos después de pasar diez años en una prisión de Wisconsin.
Lo echaron por Nuevo Laredo y quien sabe porque, pero vino a dar a Reynosa, donde rápidamente se hizo de amigos de sus mismas características: drogadictos, vagos, pendencieros y ladrones.
Lo detuvieron por participar en una riña colectiva y gracias a eso precisamente conoció a la Piru en la cárcel municipal.
Cuando salieron se hicieron inseparables y juntos cometieron uno que otro delito.
Durante los primeros meses todo marcho bien entre ellos, pero después comenzaron los pleitos, debido a que Rodrigo resultó un Casanova que se enamoraba hasta de una escoba con faldas (según lo acusaba su pareja).
Una noche la Piru se esmeró en preparar una buena cena para su galán y de hecho era una excelente cocinera, por lo que pensó que a Rodrigo le agradaría mucho la sorpresa.
Cuando ya todo estuvo listo, la Piru tomo un largo baño y después se sentó a ver televisión, para hacer tiempo mientras llegaba el susodicho.
Las horas pasaron y la Piru se desesperó enormemente. De la casa de una vecina llamó por teléfono a los lugares que Rodrigo frecuentaba, pero en ninguno de ellos le supieron dar razón.
La Piru comenzó la fiesta sin esperar a su pareja. Alcohol y drogas entraron rápidamente a su torrente sanguíneo.
El tiempo siguió y Rodrigo no aparecía. Fue en la madrugada cuando por fin el mentado sujeto apareció muy sonriente y bastante borracho
La Piru estaba realmente enojada así que el pleito no se hizo esperar, pues Rodrigo llevaba manchas de lápiz labial en la camisa y olía a perfume barato, de mujer.
La discusión comenzó a subir de tono y salieron a relucir ofensas e insultos, hasta que llegaron a las manos.
En lo más álgido de la pelea, en la cocina, Rodrigo le propinó un par de golpes bastante fuertes en el rostro. La Piru tomó un cuchillo y lo atacó de manera fatal. De un solo tajo le abrió la garganta.
En cuestión de minutos Rodrigo falleció. La Piru comprobó que estaba muerto y se puso a llorar más de una hora.
Después se cambió de ropa y del ropero sacó unas veladoras las cuales encendió y las puso alrededor del cadáver.
Veló el cuerpo el resto de la noche y por la mañana le pidió a la vecina que le hablara a la policía.
“Lo degolló” fue el encabezado que uso un diario amarillista para dar a conocer la noticia.
La Piru era ampliamente conocida en el bajo mundo local, así que la noticia sobre el asesinato fue ampliamente comentada al día siguiente.
Cuando llegó la policía la mujer no opuso resistencia y se entregó. No sería necesaria la tortura en los separos de la Policía Judicial.
La sentenciaron a 40 años de cárcel, pero no alcanzó a cumplir ni una cuarta parte de su condena. Murió en el penal víctima de VIH, un último regalo de su querido Rodrigo.