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Columnista Invitado

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UNA NOCHE ENTRE JEFES

Por Luciano Campos Garza

(Tomado del portal RutaFamiliar.com)

Conocí a Josafat en el tiempo en que viví en la frontera norte de México. Era un reportero de la vieja guardia de Tamaulipas, especializado en la nota policíaca, que presumía su formación silvestre, la deficiencia con la que escribía textos y su popularidad entre las fuentes y la sociedad en el municipio donde coincidimos.

“He conocido a todos, gente de lo más importante”, alardeaba entre los colegas.

Me sorprendía cuando lo veía en eventos sociales de alcurnia, con ropas astrosas, su cámara colgando del pescuezo y un maletín para el flash, en el tiempo en que aún se usaba rollo de película.

Podía presumir que había estado en todos lados y en todas las situaciones: balaceras, asaltos, riñas, homicidios. Hubo una situación en particular que, de ser cierta, superaba todas las anécdotas que alguna vez me contó.

CAPOS

Josafat conocía a los capos de todos los grupos de la frontera norte y convivía apaciblemente con ellos, pues lo reconocían y le tenían estima al ser discreto y ligero de charla. Me contó el reportero lo que le pasó una noche en un antro de table dance, al que llamaré White Collar y que estaba a un costado de la Ribereña, una especie de corredor del diablo al norte de Tamaulipas, por donde se traficaba todo tipo de mercancía ilegal que sería enviada a Estados Unidos.

Josafat llegó ceca de las diez de la noche al lugar, sintiéndose cansado, pues se había desvelado la noche anterior, en uno de sus habituales recorridos nocturnos para cubrir las abundantes incidencias noticiosas que debía reportar a su periódico.

Saludó al dueño y le avisó que tomaría una siesta, por lo que le indicaron que pasara al vestidor de los meseros, donde había un camastro que ya había usado con anterioridad y que era donde reposaban los trabajadores que se cansaban en las largas jornadas que se prolongaban hasta el amanecer.

Cuando despertó poco después de la media noche, Josafat se sintió extraño. No se escuchaban ruidos. Salió del vestidor con cautela y se colocó junto al barman que estaba expectante. Todos los meseros se encontraban alineados junto a la barra, mientras hombres armados hacían recorridos por los baños y los cuartos privados.

El barman le dijo que se colgara un trapo en el cuello, para que diera la impresión de ser su asistente. Josafat de inmediato obedeció.

Unas diez bailarinas estaban sentadas en dos mesas, en espera de algo. Estaba por pedir explicación cuando se abrieron ruidosamente las puertas y entró un grupo de personas que rodeaban a dos, que parecían más importantes que el resto.

“Son los Arellano Félix”, le informó el cantinero, en referencia a los poderosos hermanos que encabezaban el Cártel de Tijuana y que ese día habían acudido a la ciudad a hacer negocios con capos locales. El barman le explicó que media hora antes habían llegado hombres armados para desalojar a gritos a todos los presentes.

Solo dejaron a las chicas de la variedad, para ponerlas a disposición de los caballeros. Le dijo que las muchachas estaban emocionadas por la cercanía de los poderosos jefes, porque la presencia de señores de esa estatura en el submundo del país siempre les dejaba extraordinarias ganancias.

CHAROLA

Un hombre trajeado les pidió tres cervezas y a un gesto del barman, Josafat sirvió las latas, dejándolas sobre la barra. Cuando se retiró el trajeado, seguramente asistente de los invitados estelares, notó que le temblaba la mano.

Me dijo: “No dejaba de pensar que era un periodista que estaba de infiltrado con los más poderosos narcos de la época. Quién sabe qué hubiera pasado si me descubrían”.

Pero el tipo que servía los tragos lo tranquilizó: como ya lo habían visto detrás de la barra, ya lo identificaban como trabajador del tugurio.

Los meseros estaban listos para responder cualquier petición. En el transcurso de la madrugada llegaron dos contingentes más de hombres jóvenes, que se unieron a la fiesta. En un momento dado pasaron a la mesa del rincón más apartado cuatro personas, dos de los cuales eran los capos de Baja.

Para su suerte, la barra se desalojó de meseros y el mismo hombre trajeado le pidió whiskeys y cervezas para la mesa aislada. De inmediato el barman colocó en una charola botellas cerradas de scotch cerradas y aún con etiqueta y varias latas. “Llévales, de volada”, le indicó a Josafat, que con las dos manos tomó la lámina a la altura de la cintura y la transportó con muchísimo cuidado. No tuvo tiempo para sentir miedo hasta que iba a medio camino.

Le llegó el presagio de que tropezaría, caería de bruces, las botellas se romperían sobre los mosaicos, los botes se desparramarían y él sería pillado como intruso. Pero nada pasó. Llegó hasta la mesa donde el trajeado le recibió la charola y le puso en la mano un billete de quinientos pesos de propina. Uno de los Arellano, jovencito, le sonrió amablemente y él respondió cun ligero cabeceo.

No podía ser que ese tipo de apariencia afable fuera un hombre peligroso, como lo describían en todos los reportes oficiales.

Josafat dice que la velada pasó apacible. Contrario a lo que se supondría, la clientela tuvo una buena madrugada, y no se registró ninguna balacera. Algunos invitados se retiraron a los privados y otros se entretuvieron cantando melodías de la radiola.

Poco antes del amanecer, los invitados se retiraron. Dejaron jugosas propinas a los meseros y gratificaciones amplias a las bailarinas. Minutos después de que se fue la caravana de camionetas rumbo al poniente, llegó un grupo de mariachis, que fue recibido entre burlas por los meseros, por importunos.

Cuando terminó el relato, quise encontrar inconsistencias, contradicciones, pero todo fluyó.

Al final, pensé que Josafat era un campeón de la mentira o que, realmente, conocía a mucha gente, incluso a los que fueron en su tiempo los más poderosos jefes del crimen de todo el país.