CUCA, LA VECINA DEL RANCHO
Por Luciano Campos Garza
Cuca llegó a vivir a casa de su tía doña Aurora, nuestra vecina, del otro lado de la calle. Tenía 13 años, tres más que yo, y nos hicimos amigos inmediatamente. Era una chica de rancho, pero llamaba la atención por su físico. Era alta y robusta.
Coincidimos en una breve temporada de vacaciones.
Me gustaba su compañía. Era de risa fácil. Todo le causaba gracia. Reía por cualquier comentario, con dos hoyuelos en las mejillas. Lucía unos dientes grandes y desarreglados, Mostraba un permanente estupor por todo, como si viajara poco a la ciudad. Le gustaba sentarse en la banqueta junto a mí, a ver los coches de colores brillantes.
Se admiraba de los autobuses que, en aquellos años, pasaban raudos por nuestra calle.
Huérfana de madre, vivía en el rancho con su papá y su hermano mayor. Pero había sido enviada a pasar unos días con su tía, mientras ocurrían arreglos en casa.
Nunca he visto a nadie saborear tanto las paletas esquimales. Las engullía con un deleite que hasta me provocaba envidia. A veces uno, de costumbres citadinas, pierde la noción de lo bueno y se acostumbra a los deleites maravillosos como el chocolate, menospreciándolos.
Pasábamos la mañana en el patio de doña Aurora. Había unas rejas donde criaban conejos. Su cerco era una malla de alambre, donde los animalitos pacían serenos. Ella les llevaba lechuga y les cambiaba el agua. Le gustaba agarrar alguno y darle el salvado directamente en el hocico.
Como nunca había sostenido en mis manos un conejo, me maravillaba de la las hábiles maneras de Cuca, adquiridas seguramente en una granja.
Visita
Una mañana salimos a dar la vuelta a la manzana. Cuca quería conocer el barrio. En ese tiempo había muchos terrenos baldíos y ella deseaba meterse a cada uno para explorarlos. Yo la refrenaba, pues le hacía ver que, en la ciudad, esos lugares estaban llenos de basura. A veces sí entraba y olía las flores silvestres.
Al regresar del paseo, vio una camioneta negra estacionada enfrente de la casa de doña Aurora. Me pidió regresar por donde vinimos y me di cuenta de su interés por demorarse en el paseo. Una hora después estuvimos de vuelta y la camioneta ya no estaba. Me propuso ir con los conejos, pero doña Aurora nos frenó.
Amablemente me pidió regresar a mi casa. Deseaba hablar en privado con Cuca, supuse.
Ya no vi a mi amiga en el transcurso del día. Al siguiente la noté triste. No me dijo nada, pero pasó la mañana casi sin pronunciar palabras. Su semblante estaba pensativo. Ella, tan risueña, lucía melancólica. Los niños tienen esa capacidad natural de percibir angustia en los mayores. Y Cuca lo era para mí. Pero no encontré las palabras para expresarle solidaridad, confianza para hablar conmigo de lo que le pasaba.
Simplemente dejamos pasar las horas y nos despedimos, cuando mi mamá salió a la puerta de la calle para hablarme. Era tiempo de la comida.
Pasé el resto de la tarde angustiado por mi amiga. No entendía su turbación, pero intuía que algo grave pasaba en su vida. Desconocerlo me provocaba ansiedad.
Al día siguiente, al asomarme a la banqueta, vi de nuevo la camioneta negra. Cuca no saldría ese día, lo supe de inmediato. Fui a la vuelta a buscar a otros amigos y jugamos futbol callejero.
La encontré a la mañana siguiente. Me sonrió, pero de una manera diferente.
-Me voy a casar –dijo, como si hubiera hecho una travesura.
Me desconcerté. No sabía que las menores de edad se casaran también. Había acudido a muchas bodas de amigos de mis papás, tíos y primos. Pero no sabía de chiquillas matrimoniadas. Cuca era grande y mayor, pero seguía siendo una niña.
Me explicó que un muchacho del rancho, Ataulfo, la había pedido a su papá, y este lo había remitido con la tía Aurora, que sabía de esos asuntos de pedidas de mano. Él no, pues se reconocía cerrero y desconocía de protocolos prenupciales.
El novio tenía 17 años, y trabajaba como caporal en un rancho vecino. Había comenzado a fincar una casa de concreto, con dos habitaciones, para arrecholarse con ella después del casorio.
Mi mamá me dio, poco después, novedades de Cuca. Había regresado a su pueblo y ya estaba casada. Allá en el campo la gente se casa muy joven, me dijo ella, y se forman familias desde temprana edad. En la ciudad se ve extraño, pues no es la costumbre, pero entre las rancherías estos hechos están de lo más normalizados.
El sentimiento que me quedó fue de sorpresa. Había aprendido algo nuevo de la vida. El matrimonio no solo es entre adultos. Rememoraba las expresiones de Cuca en los últimos días. Si bien no quería dar ese paso, pues alguna vez eludió acudir a quien llegó en la camioneta negra, no la vi amargada o triste. Quizás resignada a un destino ineludible.
Concluí que, desde antes de conocerla, ya había sido cortejada por el galán que finalmente la desposó.
Años después, ya en preparatoria, la volví a encontrar. Salía de la casa de doña Aurora. Era una matrona rebosante de salud. Llevaba a un niño de la mano. Tras ella salió un hombre esbelto, su marido seguramente, pues subieron a la camioneta negra y se retiraron.
No me vio, Cuca. Fue mejor así. No habría encontrado palabras para saludarla. O quizá simplemente no me recordara. Conocernos en una semana de vacaciones fue para mí más importante de lo que, seguramente, fue para ella. Ahora lo veo. Me reveló un nuevo misterio de la vida.
Aún hoy la recuerdo.