Por Luciano Campos
Coincidí en sexto grado con Fito. Algunos compañeros lo recibieron con camaradería, porque vivía cerca de la escuela y se encontraban en la calle con él. Como mi casa estaba un poco más retirada, nunca lo había visto. Me cayó bien de inmediato, y nos hicimos amigos.
Lo que llamaba más la atención de él era que contaba con 14 años, es decir, dos más que el resto de todos los alumnos. Nunca supe de qué escuela venía, pero era evidente que había repetido por lo menos un grado. Lucía más viejo también, porque llevaba el cabello largo, hasta los hombros y los profesores no le llamaban la atención.
Cuando caminaba, levantaba la cabeza y sacaba los hombros, altivo. Por sus modos, la forma de comportarse y los tratos que nos dispensaba, era como un señor que no encajaba en la primaria. Pero hacía el esfuerzo
A los compañeros nos miraba con un poco de desdén, como morrillos con los que estaba obligado a convivir. Pero nos trataba bien. Él, allá en su barrio, se juntaba con los mayores, me decían los que lo conocían y que lo veían en las noches, reunido con los tipos que tomaban cerveza y fumaban en la calle.
Era alumno de calificación de ochos y nueves, y la maestra se abstenía de hacerlo participar en lecturas, o que pasara al pizarrón. Lo dejaba en paz y el comportamiento de Fito, a cambio, era ejemplar, pues, a diferencia de los demás muchachos que andábamos haciendo ruido y correteándonos entre los bancos, él se mantenía sentado en el suyo, sin participar en nuestros juegos. Seguramente le parecíamos demasiado infantiles.
Como era alto, parecía que el asiento donde le tocaba estar le quedaba chico.
Y nunca interactuaba con las compañeras, solo con los varones.
Soñador
Ante nuestros alborotos, Fito permanecía sigiloso, como ya dije. Pronto nos dimos cuenta de que, en los minutos que la maestra salía del salón, él se dedicaba a trazar dibujos en su cuaderno. No lo hacía mal. Disfrutaba que nos reuniéramos alrededor para ver cómo iban saliendo de su lápiz paisajes, escenas caseras, momentos insólitos. Para mi sorpresa, descubrí que Fito era un soñador.
Detrás de su imagen de desdén hacia el mundo y su indiferencia por las clases de primaria, había un adolescente inquieto que tenía aptitudes artísticas. O por lo menos se sentía con el impulso creativo. En una ocasión, lo pillamos trazando una cabaña con chimenea humeante, dibujo típico de un soñador. No dijo nada y siguió en lo suyo.
Había en sus bosquejos motivos de pinos. Pasaba frente a la casita un sendero con una cerca de madera.
En otra ocasión, recuerdo bien, dibujó una montaña, y abajo un río, con pequeñas figuras que hombres y mujeres que chapoteaban y echaban clavados. El cielo tenía preciosas nubes. Estoy seguro que su imaginación volaba hacia esos parajes con los trazos.
Cada vez que nos mostraba dibujos nuevos, me movía a suponer que anhelaba íntimamente estar en otro lado, no aburriéndose en la escuela, rodeado de chiquillos.
Claro, haciendo uso de la psicología de bolsillo, yo asociaba los pasajes abiertos que plasmaba con su deseo de ser libre.
Regalos
El dibujo estelar que nos mostró ese año fue un motivo de Navidad. Toda esa mañana hubo junta de profesores en la Dirección, así que nos quedamos solos en el aula durante horas. Pidió colores prestados a un compañero y comenzó a mostrar lo que creo era una habitación ideal, con una cama en el centro, vista de frente. Trazó en una pared un librero con muchos libros y en la otra, regalos y más regalos. En lo alto puso tiras de lucecitas y coronas de la ocasión.
Colocó una motocicleta, con un gran moño, y un casco. Le pedí que en algún lado pusiera una camiseta de Tigres, y me complació, colgándola de una silla. Otro compañero le pidió coches chocones y dibujó en el piso unos de juguete, con rampas, que colisionaban en el aire.
Dibujó un avión de pilas que surcaba la habitación. Puso un pino con esferas y una estrella entre los obsequios. A un lado y del tamaño de una persona, agregó un contorno curvilíneo femenino que nos quitó el aliento. Nos preguntó, con picardía, qué pasaría si el chico de la habitación quisiera de regalo una muchacha para él solo. No supimos qué contestar y no nos dejó, porque dentro del esbozo dibujó una cocacola enorme que, entre risas, nos dijo que daría para engolosinarse todo el año.
Hasta el final, dibujó sobre la cama al protagonista de su narrativa idílica, un muchacho que recibía los regalos. Lo puso tapado hasta el cuello y con la cabeza sobresaliendo. Las rodillas estaban levantadas, como se veía en los pliegues del cobertor. Le dije que parecía un muerto, por su rostro esquelético y ojeroso, y todos nos carcajeamos, incluido él, porque la cara le había resultado cómica, parecida a una calavera.
Recuerdo ahora a Fito porque la semana pasada fui a la casa de mis padres, donde pasé toda la primaria. Mientras abría la reja de la calle vi que, por la acera de enfrente, pasaba un hombre ataviado en una gorra, que aceleró el paso. Juraría que era Fito.
Me llamó la atención que los hombros se le habían estrechado y la cabeza la tenía agachada, como esperando que no lo viera. Pude notarle una mirada huidiza, muy diferente a los ojos desafiantes que lucía en la niñez.
Tuve el impulso de llamarlo, pero supuse que lo incomodaría.
A veces, es mejor dejar viejos los recuerdos, que buscar actualizaciones.