Por Pegaso
Cuando era un Pegaso chaval, mi vicio eran las revistas de caricaturas.
Por mi casa, camino a la escuela, había un señor que rentaba ejemplares usados a 5 centavos.
Me iba un poco más temprano, llegaba al tendajito y rentaba las del Conejo de la Suerte, Disneylandia y otras, como Tobi y su Pandilla, Pepita, Tom y Jerry y muchas otras que hicieron las delicias de chicos y grandes por generaciones.
Aún en estas fechas, bien entrado el Siglo XXI, seguimos usando frases provenientes de esas revistas.
Por ejemplo, cuando dicen que un político se rodea solo de cierto tipo de gente, tiene un Club de Tobi.
Recuerdo otros títulos. Tuco y Tico eran dos hurracas parlanchinas y sinvergüenzas que se dedicaban a robarse el maíz de los granjeros.
Sal y Pimienta eran un niño y una niña que se metían en divertidísimos enredos.
Me gustaban las tiras cómicas de Tito y su Burrito.
Por cierto, no hay nada nuevo bajo el cielo, porque ahora en las películas del Universo Marvel, sale Grooth diciendo solo tres palabras: “Yo soy Grooth” y ese es todo su idioma.
En la caricatura de Tito y su Burrito, éste último solo tenía una palabra: “¡Ji-jaw!”, y Tito entendía muy bien lo que quería decir.
Cuando leía las aventuras de Mickey Mouse, del pato Donald, del tío Rico y de los muchos personajes que ahí se plasmaban, mi mente de niño aún no llegaba a cuestionarse lo que mucho tiempo después me pregunto: ¿Por qué todos ellos van desnudos de la cintura para abajo?
Si Hugo, Paco y Luis eran sobrinos de Donald, ¿quién era el papá?
¿Por qué Tribilín, siendo un perro, tenía de mascota a Pluto, que también era un perro?
Bugs Bunny era mucho más listo que Elmer Gruñón, a pesar de que la capacidad cerebral de un conejo jamás se va a comparar con la de un ser humano.
Y en El Correcaminos, el Coyote siempre cae en sus propias trampas. Es más, se rompen leyes de la física a cada momento y aún así, nosotros lo creíamos y disfrutábamos como enanos cuando el pinche correcaminos se alejaba a velocidad supersónica con su típico “¡beep, beep!”
También disfrutaba de Los Picapiedra y Los Supersónicos.
La primera, ambientada en la Edad de Piedra, donde había vehículos impulsados por la fuerza de los pies, televisiones donde el locutor se asomaba por el hueco de la roca y también procesadores de basura, que generalmente era algún dinosaurio goloso que se comía todos los desechos.
La segunda relataba la vida de una familia del futuro, con autos voladores, pantallas planas de televisión, videoconferencias, consultas médicas a distancia, robots con inteligencia artificial y telefonía celular.
Ahora nos asombramos cómo aquellos guionistas pudieron anticipar tantas y tantas cosas que ahora son de lo más común.
Ya después, con un poco más de edad, en esa misma revistería leía las aventuras de Memín Pinguín (ojo, no es Pingüín, con diéresis, es Pinguín, de pingo), Chanoc, Kalimán, Batú y El Pantera, héroes mexicanos que carecían de poderes, pero igualmente siempre salían triunfantes en sus correrías.
Sentía yo un placer especial cuando leía Fantomas, la Amenaza Elegante, siempre rodeado de doce despampanantes y correteables chamaconas que tenían el nombre de los signos del zodíaco.
Fantomas era un ladrón enmascarado. Traía siempre una máscara blanca de la que solo se le veían las orejas, un sombrero de copa, smoking y un larguísimo cigarrillo que fumaba con fruición.
Su pasatiempo favorito era el robo de obras de arte, que colocaba en las paredes de su gran mansión en París, burlando siempre al antipático y bobalicón Capitán Gérard.
Tenía un amigo inventor, el sabio Profesor Semo, que a su vez, tenía un simpatiquísimo robot llamado C-19.
Ya después me empezaron a gustar otro tipo de revistas, pero aquellas de mi lejana infancia, jamás las olvidaré.
Viene el refrán estilo Pegaso: “¡Material terroso pulverizado de tales materiales terrosos mezclados con agua!” (¡Polvo de aquellos lodos!)