Por Pegaso
Vagaba el pordiosero por las solitarias calles de la Ciudad, pensando qué cenaría en la noche de Navidad.
Traía en las bolsas de su raído saco algunas monedas de bajo valor. Entró en una tienda de conveniencia y pagó el café humeante que tomó de la máquina, no sin un gesto de desprecio por parte del dependiente.
Salió.
Eran las once con cincuenta de la noche y lejos, muy lejos en su memoria, recordaba pasajes de su existencia.
Fue en un tiempo comerciante próspero que, por azares del destino perdió fortuna y familia.
Desde entonces, se entregó al alcohol, erró por medio mundo y dejó de importarle su salud.
Se volvió un paria social.
Vivía de la caridad pública y cuando el hambre apretaba, husmeaba entre los botes de basura de los restaurantes en busca de algún pedazo de comida que aún no estuviera echado a perder.
En esos pensamientos estaba, cuando vio al borde de la calle un objeto pequeño y brillante.
Se acercó.
Lo tomó con una mano y lo limpió con su raída camisa.
Sí. Era algo hermoso. Algo hermoso y fino.
Un reloj lindo, rutilante, con piedras en el borde que reflejaban una brillante y límpida luz.
La carátula marcaba las doce de la noche y, mientras el pordiosero veía extasiado aquel reloj, en el interior de las casas iluminadas con luces multicolores se vivía la alegría de la Navidad.
A la mañana siguiente se plantó temprano delante de la casa de empeños.
Habíase vestido con sus mejores galas.
La barba crecida, el pelo despeinado y los zapatos sucios, traicionaban su verdadera identidad.
Entró.
Frente al mostrador, presentó el reloj al dependiente y éste procedió a analizarlo con aires de conocedor, con una lupa que se colocó hábilmente en el ojo derecho.
-“Cartier, veinticuatro diamantes, oro de dieciocho kilates…, un objeto muy costoso. ¿Dónde lo obtuviste?”
-“Lo hallé tirado junto al canal”,-respondió.
-“No puedo darte más de diez mil pesos, ¿los tomas o los dejas?”
-“Los tomo, muchas gracias”.
Tras decir esto, tomó el dinero que le ofreció el empleado y lo dobló
cuidadosamente en una bolsa de su pantalón.
Con el estómago vacío, siguió caminando por el centro de la Ciudad. Hizo el recorrido de costumbre, vació algunas bolsas de plástico que había en los contenedores de basura cercanos a un restaurante y engulló con fruición aquella comida miserable.
Por la tarde, fue a una empresa funeraria, llenó una solicitud y entregó los diez mil pesos íntegros al acartonado empresario que los recibió sin inmutarse.
Volvió sobre sus pasos y se perdió por las calles, arrastrando su miseria y sus viejos recuerdos.
Cinco días después, el empleado de la funeraria recibió un cuerpo marchito, flaco, vestido con sucios y malolientes andrajos.
En su rostro se veían las huellas del sufrimiento.
Las hondas líneas sobre su frente y el semblante pálido eran los del cliente que días atrás dejara en sus manos aquel rollo de billetes.
El empresario notó en la comisura de su boca una muy leve sonrisa, una sonrisa que quedó congelada en su rostro al momento de la muerte.
-“¡Pobre diablo-dijo para sí mismo, mientras se acariciaba inconscientemente la muñeca izquierda-, menos mal que tuvo para pagar su funeral!”.