Por Pegaso
¿Qué hay peor que ver morir a un hijo?
Es comprensible que la madre, hermanas y familiares le lloren, sobre todo si se trata de una persona joven que apenas empieza a vivir en este valle de lágrimas, como decía la revista Alarma!
En los últimos días se han difundido en las redes sociales varios videos donde se ven escenas desgarradoras.
Tirado en la calle, un jovenzuelo da sus últimos estertores, mientras su mamá llega corriendo hasta el lugar, con un llanto inconsolable. Se arrodilla ante su cuerpo y plañe lastimeramente, mientras un paisano graba la escena para subirla a su cuenta de Facebook, Twitter o Tik Tok.
Todo eso es entendible, porque el amor de una madre es lo más sublime que hay en este mundo.
Luego, cuando conocemos el contexto, caemos en cuenta que se trata de un completo absurdo, una más de las bizarras situaciones que solamente ocurren en México.
Se trata de jóvenes descarriados que se dedican a la delincuencia.
Sus benditas progenitoras los alientan y hasta los protegen, porque es su fuente de subsistencia.
Diariamente llegan con joyas, celulares, carteras y demás objetos de valor que han robado en las unidades de transporte público o en las calles.
Las abnegadas cabecitas de algodón dan gracias a San Juditas porque su hijo salió bueno para la uña, porque le compra ropa, le lleva sus regalitos y hasta le da para el gasto.
Cuando un día recibe la infausta noticia de que la policía o el ejército le descerrajaron un tiro en la cabeza, corre inconsolable hasta donde se encuentra el cadáver y prorrumpe en lastimoso llanto.
Entonces, rodeada por los vecinos, recrimina a los elementos de seguridad que lo abatieron.
-“Mi hijo era bueno. Era apenas un niño. Sí, robaba, pero no le hacía daño a nadie. ¡Asesinos!”
Esta es una historia que se repite con más frecuencia de la que todos quisiéramos. Por desgracia, la delincuencia se ha banalizado tanto que las clases bajas de la sociedad la han tomado como un modelo y un estilo de vida.
No hay forma de salir de ese círculo vicioso.
Sin acceso a la educación, con familias depauperadas y disfuncionales, los niños de cinco, seis o siete años ven lo duro de la vida.
De pronto, al salir a la calle, ven al narco del barrio que va en un carrazo de lujo, acompañado de una despampanante y curvilínea rubia, con las manos y el pescuezo repletos de joyas. ¿Cuál va a ser entonces su modelo, su aspiración? ¡Pues ser igual que él!
Pronto aprende de otros que en la calle hay que luchar duro por sobrevivir. Empieza a hacer pequeños hurtos y después aumenta el número y volumen de sus atracos, hasta convertirse en un redomado delincuente.
A esas alturas, ya su padre murió o lo abandonó. Su mamá vive en la extrema pobreza y él promete que no le faltará nada.
Y cumple su promesa. Durante los primeros años le va bien, forma una pequeña banda de jovenzuelos igual de desadaptados que él.
En sus primeros encuentros con la policía logra escabullirse, pero sabe que ya le siguen los pasos. Su abnegada y sufrida madre le da su bendición cada mañana, esperando su regreso.
Cuando recibe de sus vecinos la noticia de que su vástago fue acribillado a balazos, corre como jabalina y lanza acusadoras miradas a los elementos de seguridad que acabaron con su adorado retoño.
Yo me pregunto si hubiera sido mejor inculcarles buenas costumbres desde chiquillos en lugar de estar llorando su muerte con sus sesos entre las manos.
Termino mi colaboración de hoy con el refrán estilo Pegaso, esperando lograr de mis dos o tres lectores una profunda reflexión en torno a estos sucesos: “Individuo que a metal férreo asesina, a metal férreo perece”. (El que a hierro mata, a hierro muere).