Por Pegaso
Parece que fue ayer.
Yo estaba bien tranquilo en mi búnker, cuando leí por primera vez en Internet acerca de un nuevo brote epidémico de una nueva enfermedad viral parecida al Síndrome Respiratorio Agudo.
Era mediados del mes de diciembre cuando se filtró información sobre este nuevo coronavirus, ya que el Gobierno de China lo estaba encubriendo, como hizo con el SARS en el 2002 y 2003.
Ya habíamos tenido algunos brotes importantes como el propio SARS, la fiebre porcina y la gripe aviar y la neumonía atípica, pero no habían sido tan contagiosas para que se propagaran a nivel mundial.
Así que pensé: “¡Qué diablos! Vamos a pasar las fiestas de Navidad y Fin de Año tranquilos y en enero ya veremos qué es lo que viene”.
Pero entrando el año, despertamos a una cruda realidad.
En China el brote estaba creciendo exponencialmente, y pronto, gracias a la enorme movilidad del transporte aéreo, otros países empezaron a reportar casos de esta nueva enfermedad, que ya empezaba a conocerse como COVID-19, por haber sido detectada en el 2019.
Ya estaba escuchándose en la radio el último éxito llamado “La Cumbia del Coronavirus”, donde se indicaban algunas de las medidas sanitarias para evitar los contagios, en medio de un ritmito medio mamón.
Los medios de comunicación, para principios de enero del 2020, ya estaban inundados con información que la Organización Mundial de la Salud difundió.
En febrero y marzo, mientras surgían nuevos casos en países cada vez más cercanos, como los de Europa y Estados Unidos, ser armó la histeria colectiva y no sé por qué, todo mundo se abalanzó a los centros comerciales a comprar papel de rollo.
Hasta ahora no me explico para qué hacían eso. Como si el COVID-19 provocara diarrea. Pero bueno, también se acabaron pronto los escasos cubre bocas que había en las farmacias, y que eran de una telita bien delgada con unos elastiquitos bien chiquitos que se amarraban detrás de la nuca.
Se empezaron a producir en masa los cubre bocas N95, que prometían protegernos de partículas de hasta 95 nanómetros, y todo se volvía un caos, porque en había quienes nos recomendaban tomar tecitos de hojas de eucalipto con otros menjurjes, para protegernos del nuevo bicho que ya nos estaba llegando a nosotros.
Nada era exagerado en esos primeros meses.
Para el mes de marzo, en Reynosa, las autoridades cancelaron los festejos públicos, como las fiestas de fundación.
La Secretaría de Salud se había puesto trucha y ya había emitido recomendaciones sobre la forma de lavarse las manos, de colocarse el cubre bocas y de mantener la sana distancia. Susana Distancia.
Hoy, viendo hacia atrás, me doy cuenta de tantas locuras cometidas cuando desconocemos el alcance de una amenaza sanitaria como la que todavía tenemos encima.
El cubre bocas se volvió parte de nuestra indumentaria, y ya hasta lo combinábamos con la ropa. Hubo marcas prestigiosas que sacaron sus propias versiones de lujo. Para los niños, comenzaron a salir mascarillas con dibujitos de Mickey Mouse y florecitas.
Hubo empresas innovadoras que sacaron a la venta una especie de casco transparente que cubría la cara completa, pero que no funcionaron porque en temporada de calor parecía que estábamos dentro de una botella.
A diferencia del SARS, que a nivel mundial mató a unas 800 personas en todo el mundo, entre el 2002 y el 2003, el COVID-19 lleva hasta ahora 560 millones de personas infectadas y 6.36 millones de muertos alrededor del mundo.
Ya han pasado más de dos años y medio de la aparición de esta plaga apocalíptica y parece que va para largo.
Hay que acostumbrarnos a vivir con ella, como nos acostumbramos con el dengue, el VIH y la influenza.
Termino mi colaboración de hoy con el refrán estilo Pegaso: “Resulta más provechoso precaver que deplorar”. (Más vale prevenir que lamentar).