Por Pegaso
Charly, un perrito yorky, pasó más de seis años sufriendo por unos malos dueños, en un suburbio de McAllen.
Comía mal, casi no le daban agua, jamás lo llevaron a atención médica. Durante los inviernos, se la pasaba titiritando en el interior de una estrecha casita de madera.
Desaseado, con el pelo largo, hambriento, tuvo la fortuna de encontrar mejores dueños.
Hoy es un caniche hiperactivo. Después de una adecuada atención veterinaria y una visita a la estética canina, su pelo volvió a lucir brillante y hermoso, sus dientes, antes sucios, ahora están limpios, al igual que sus orejas y patas.
Hace poco tiempo sus amos le regalaron un cachorrito de ocho meses. Lomochenko. Un bichón maltés más blanco que la nieve, con una carita simpática y una energía increíble.
Y digo que se lo regalaron porque quizá eso fue lo que pensó Charly. Tras varios meses de cuidados esmerados, pero sin compañía femenina, no desaprovechaba para arrimarse a los pies de cualquier persona y tratar de montarlo. ¡Pobrecito! Le hacía falta una hembra.
Pero lo que llegó fue un cachorro un poco más grande que él en tamaño, pero mucho menor en edad.
“¡Qué buenos son mis amos!-creo que pensó en su perruna mente-; me han comprado un perrito!”
Y, ¿por qué no? ¿Es que un perro no tiene derecho a tener otro perro?
¡Claro que sí! El ejemplo más famoso es el de Tribilín, el amigo de Mickey Mouse.
Tribilín es un perro, pero tiene a otro perro llamado Pluto, al que saca a pasear.
Tribi sí habla, camina erguido como humano y usa ropa, chaleco y sombrero, como cualquier persona.
Pluto, en cambio, va desnudo, exactamente como cualquier otro perro, camina en cuatro patas y trae un collar en el cuello con su nombre.
La verdad, no sé si Charly pensó eso cuando le presentaron a Lomochenko.
Pero lo primero que hizo al verlo, fue acercársele con la intención de montarlo.
Claro, a pesar de que Lomo es mucho menor, casi un bebé, defendió su honra a capa y espada.
Y así, pasaron varios días y semanas, hasta que finalmente se acostumbraron uno al otro y se volvieron amigos inseparables.
Hoy los tengo en mi casa. Nomás al escuchar que abro la puerta, se abalanzan atropelladamente, moviendo la cola –bueno, Charly tiene solo el tronquito de cola, que también mueve- hasta que reciben unas caricias en la cabeza y la espalda.
Confieso que no me gustaban los animales, por tristes experiencias pasadas.
Cuando era un Pegaso chaval, allá, en la colonia Chapultepec, llegó hasta la casa un perrito callejero al que adoptamos y llamamos “Solovino”, porque vino solo.
Después tuve un pequeño gorrioncillo que, cuando tuvo las alas suficientemente fuertes, pegó el vuelo y ya nunca más lo volví a ver.
Décadas después, mi familia y yo adquirimos un cachorrito mestizo al que nuestro hijo menor bautizó como “Rex”. Cuando nos cambiamos de casa, aprovechó un pequeño descuido y salió a la calle para no regresar jamás.
Mi experiencia con los animales no ha sido muy buena. En cierta ocasión, bajo un crudo invierno, un amigo de la preparatoria me regaló una perrita pomerania de apenas unos días de nacida.
Agarró una tremenda pulmonía y los dos días siguientes fueron de intenso sufrimiento, a pesar de que la llevamos con el veterinario. Ya no había remedio. “Nenita” tosía y tosía, y con sus tiernos ojitos me pedía auxilio desesperadamente. Un auxilio que no le pude dar.
Falleció en una jaula de veterinario. Nos devolvieron el cuerpo y lo enterramos en el patio de la casa.
Charly fue adoptado por mi hija y su novio, y ahora es feliz hasta donde puede serlo un animalito que fue brutalmente abusado durante varios años por un dueño cruel.
Ahora juega con Lomochenko, como si de verdad se tratara de su propia mascota.
Como Tribilín juega con Pluto. ¿O Pluto con Tribilín?