Por Juan Arvizu
(Cuento)
Al terminar la jornada laboral se dirigió inmediatamente a su casa para ponerse presentable pues tendría una cita romántica esa misma tarde.
Escogió para la ocasión un pantalón de color sólido, camisa blanca impecable y lo combino con zapatos negros bien lustrados y calcetines del mismo color, no por nada lo apodaban El Fino.
En pocos minutos estuvo listo y partió rumbo al centro de la ciudad para encontrarse con ella.
Cuando caminaba rumbo a la Plaza Niños Héroes pensó que, si bien él no era totalmente del agrado de ella, tampoco le era indiferente, así que en términos generales tenía buenas posibilidades de lograr conquistarla.
Dos días antes le había pedido que le resolviera si finalmente accedería a su propuesta de noviazgo y eso lo hizo porque su menguada economía ya no le permitía seguir gastando en pequeños detalles, de esos que supuestamente les gustan a las mujeres.
Además, él no se caracterizaba precisamente por ser derrochador como varios de sus amigos, total las flores se marchitan, los chocolates se consumen, las idas al cine duran unas horas y las cenas bien pueden hacerse en casa. En su lógica todo este razonamiento era perfectamente válido.
Finalmente llego a su destino y no tuvo que esperar mucho por su amada pues esta apareció a los pocos minutos. La muchacha se presentó bien arreglada, aunque se notaba por su facha que se trataba de una persona de clase media-baja, de las que aprovechan cualquier tianguis para confeccionar su guardarropa.
Tras los saludos de rigor él fue al grano y le pido su contestación. Ella sin embargo se tomó su tiempo y meditó un poco no tanto en la respuesta que daría sino en la forma de hacerlo.
Esos segundos de espera le parecieron eternos y la confianza en lograr su objetivo se fue disipando poco a poco, pues de antemano sabía que había otro pretendiente.
La muchacha tomo una gran bocanada de aire y sin más le comunico que ya había tomado una decisión y esta no le favorecía, pues había decidido hacerle caso al otro.
Como sucede con frecuencia en estos casos, ella trato de minimizar el golpe sentimental y le dijo que no se preocupara pues con seguridad él encontraría a alguien mejor que ella, e incluso también como sucede con frecuencia le ofreció quedar como amigos -para toda la vida-.
La muchacha realmente le gustaba y desarrollo un afecto especial por ella durante las semanas que duró el cortejo, sin embargo, estimó que no había nada más que hablar, así que acepto el rechazo con gallardía y le deseo suerte. Como un favor especial le solicito que le dijera quien había ganado su corazón.
Ella contestó que el otro pretendiente era Rojas, conocido en el barrio como el Vicente Fernández de los pobres. Unas pocas palabras después ambos se despidieron prometiendo seguir en contacto, sabiendo de antemano que esto nunca sucedería.
De regreso a casa su mente se concentró en Rojas, ese “maistro de obra” y payaso de cantina, a quien algunas veces había visto en el tugurio El Farolito.
El tal Rojas usaba el pelo medio largo, patilla y bigote al estilo de Vicente Fernández, y de hecho si le daba un aire al charro de Huentitán.
Era por ese parecido físico que en la piquera de mala muerte los parroquianos constantemente elogiaban al tal Rojas llamándolo “nuestro Vicente Fernández” o alguna otra cosa parecida y él se dejaba querer. Gracias a esos elogios el vanidoso Rojas invitaba frecuentemente las cervezas.
Para rematar Rojas medio sabia cantar y se aventaba alguno que otra canción tratando de imitar la voz del famoso charro mexicano, lo que provocaba la algarabía entre la alcoholizada concurrencia.
En la cabeza del desdeñado pretendiente, ya con varias cervezas consumidas en la soledad de su casa, los rostros de Rojas y de Vicente Fernández se mimetizaron y comenzaron a ser uno solo. Ya no importaba quien le había robado a la muchacha, si Rojas o Vicente, para él ambos eran culpables.
Bajo el efecto etílico decidió que a partir de ese día no escucharía para nada música de Vicente Fernández, total todavía le quedaban Javier Solís, José Alfredo Jiménez, Antonio Aguilar, Cuco Sánchez y otros más, sin olvidar a su adorada Roció Durcal. Entendió que prescindir de la música de Chente estaría un poco difícil ya que el charro estaba en su apogeo, pero lo lograría, faltaba más.
Tampoco asistiría a ver películas de Vicente Fernández y se conformaría con los hermanos Almada, Eric del Castillo, Julio Alemán, Armando Silvestre y algunos otros. Además, siempre estaban las películas americanas con subtítulos que tanto le gustaban.
A partir de esa fecha y durante los próximos 40 y tantos años se dedicó en forma apasionada al arte de olvidar, y al final de sus días reconoció que en esa tarea mucho le ayudó echar mano a diario del truco más barato y estúpido que los humanos tenemos a nuestro alcance: el alcohol.