Ciudad de México. (De las redes sociales). En los rincones polvorientos de un pueblo olvidado, donde el tiempo se desvanece entre las sombras y los ecos de las campanas, se encuentra la palabra capirotada, un enigma que se despliega como un abanico de significados en el vasto paisaje de la lengua. Su origen se remonta a los tiempos en que la fe y la tradición se entrelazaban en las procesiones de Semana Santa, cuando los sacerdotes, envueltos en sus capirotes altos y puntiagudos, marchaban con solemnidad por las calles empedradas.
La capirotada, en su esencia, es un reflejo de la vigilia, un tributo culinario a la abstinencia y la penitencia. Pero su verdadero significado trasciende las fronteras de la gastronomía y se adentra en los laberintos del simbolismo. Es un platillo que se nutre de los misterios de la fe, de los rituales ancestrales que se desvanecen en el tiempo.
En la década de los 40, la capirotada fue oficialmente reconocida como un platillo de vigilia, un alimento que se consume en los días de abstinencia religiosa. Pero su historia se teje en los hilos invisibles de la memoria colectiva, en los recuerdos que se desvanecen como el humo de las velas en una iglesia abandonada. Es un platillo que se ha transmitido de generación en generación, como un legado sagrado que se guarda en el corazón de las abuelas y se despliega en la mesa familiar con devoción y amor.
La capirotada es más que una simple combinación de ingredientes. Es un símbolo de la resistencia y la resiliencia de un pueblo, un testimonio de su fe inquebrantable y su capacidad para encontrar belleza y esperanza incluso en los tiempos más oscuros. Cada capa de pan, cada gota de miel de piloncillo, cada pasita y cada nuez se convierten en un fragmento de la historia, en una metáfora de la vida misma.
En cada bocado de capirotada, se despliegan los sabores y los aromas de un pasado lejano, de tradiciones que se desvanecen en las brumas del tiempo. Es un viaje sensorial a través de los rituales y las creencias que han dado forma a la identidad de un pueblo. Cada cucharada es
En el corazón de Tepantla, donde la bruma de la Cuaresma y la Semana Santa se entrelazan con los sueños y las oraciones de su gente, emerge la melodía dulce y embriagadora de la capirotada. Este pueblo, escondido en las montañas de Jalisco, es el guardián de una tradición culinaria que trasciende los sabores y se adentra en el alma de sus habitantes.
Las cazuelas de barro, tan antiguas como las historias que susurran los vientos del monte , se alinean en la cocina como las piezas de un ajedrez ancestral. El piloncillo y la canela, aliados en esta danza de dulzura, se deshacen en el agua hirviente, como estrellas fugaces que se desvanecen en el firmamento de un amanecer eterno. El jitomate y la cebolla, cortados en cruz como un tributo al sacrificio divino, se sumergen en la mezcla, aportando sus secretos al fuego que canta y chisporrotea con la pasión de los enamorados.
La alquimia culinaria transforma estos ingredientes en un elixir dorado, un néctar que encierra la esencia misma de Tepantla. El piloncillo se convierte en una miel de oro, un tributo a la Sangre Sagrada, un recordatorio del sacrificio divino. El líquido, denso y fragante, guarda los misterios de un pasado lejano, de rituales olvidados y penitencias silenciosas.
Los birotes, panes crujientes que desafían el paso del tiempo, son cortados con el respeto que merecen los pergaminos antiguos. Sus rebanadas, doradas en el comal como las páginas de un libro antiguo, desprenden el aroma del trigo tostado, un perfume que evoca la tierra misma. En el aceite caliente, las rebanadas danzan con gracia, sumergiéndose en el líquido dorado como peregrinos en busca de redención.
La cazuela, con su vientre de barro oscuro, se convierte en el escenario de una sinfonía de sabores. Una capa de tortillas, como escudos protectores del ritual, se interponen entre el birote y la cazuela, formando una barrera entre lo divino y lo terrenal. Los birotes, empapados en la miel, se transforman en esponjas sagradas, absorbiendo la esencia de una devoción que trasciende los límites del tiempo.
Las capas se suceden como los versos de un poema antiguo: birote, miel, cacahuates, pasitas y queso seco se entrelazan en una danza de sabores y texturas. Las pasitas, como joyas escondidas en las profundidades del plato, aportan una dulzura jugosa a la creación. El queso seco, desmoronándose con la fragilidad de los años, agrega un toque salado que contrasta con la sinfonía de dulzura que lo rodea.
La tapa de barro cae sobre la cazuela, como el telón de un teatro que anuncia el comienzo de la función. El fuego, ahora suave y constante, actúa como el director de esta obra culinaria, tejiendo los sabores en una historia que se despliega lentamente en el abrazo cálido de la cazuela. Las rebanadas de birote, una vez crujientes, ceden ante el abrazo del tiempo y se vuelven suaves, como versos de poesía que fluyen con gracia.
Y así, en el rincón de una cocina humilde en Tepantla, la capirotada cobra vida como un cuadro en un lienzo antiguo. Un vaso de leche, fiel compañero en este viaje mágico, completa el ritual culinario. Los corazones se llenan de gratitud por esta ofrenda que trasciende la mesa y se convierte en una conexión con las raíces, con las abuelas que tejieron esta historia con sus manos sabias y sus corazones generosos.
A través de los años y las distancias, la capirotada persiste como un lazo inquebrantable con el pasado, un puente que une las generaciones y las tradiciones. En cada bocado se encuentra la esencia de Tepantla.
La capirotada, una vez terminada, es más que una simple amalgama de ingredientes. Es un tapiz tejido con los hilos de la historia, una sinfonía de sabores que resuena con las voces de las generaciones pasadas. Cada bocado es un viaje a través del tiempo, un encuentro con las almas de las abuelas que, en cada Cuaresma, revivían esta tradición con devoción y amor.
La cazuela se destapa, liberando el aroma que ha estado cautivo, un perfume que llena la cocina y se desliza por las calles de Tepantla, anunciando que la capirotada está lista. El pueblo, en un acto de comunión silenciosa, se reúne alrededor de la mesa, cada rostro iluminado por la luz suave de las velas que parpadean como estrellas en la noche.
Los primeros bocados son recibidos con un silencio reverente, como si cada uno estuviera en un encuentro personal con el pasado. El dulzor del piloncillo, el crujido del birote, el sabor salado del queso, todos se entrelazan en un baile de sabores que hace eco en el alma. Cada bocado es un tributo a los que vinieron antes, una ofrenda de gratitud por las bendiciones recibidas.
La capirotada se convierte en un ritual de conexión, un hilo que une a la comunidad de Tepantla en un abrazo de amor y respeto. Las risas y las conversaciones llenan el aire, creando una melodía que se une al susurro del viento en las montañas. Los niños corren y juegan, sus risas resonando en las calles empedradas, mientras los adultos comparten historias y recuerdos, sus voces tejiendo una red de historias que se extiende a través de las generaciones.
A medida que la noche cae sobre Tepantla, la capirotada sigue siendo un faro de luz y amor. Las cazuelas vacías son un testimonio del lazo que une a la comunidad, un recordatorio de la fuerza y la belleza que se encuentra en las tradiciones compartidas. La capirotada, en su humildad y sencillez, se convierte en un símbolo de la resistencia y la resiliencia del pueblo de Tepantla, un testimonio de su fe y su amor por la vida.
Y así, en el corazón de Jalisco, la capirotada sigue siendo una celebración de la vida y la fe, un platillo que trasciende los límites del tiempo y el espacio. Cada Cuaresma, el aroma de la capirotada se eleva hacia los cielos, una plegaria silenciosa de gratitud y amor. Y en cada bocado, Tepantla vive y respira, su espíritu inquebrantable reflejado en el sabor dulce y reconfortante de la capirotada.
JLV