Por Pegaso
Allá, en los lejanos tiempos de mi infancia, los chamacos del barrio gustábamos de ir a la tienda de la esquina a comprar los sabrosos pastelitos Marinela: Pingüinos, gansitos, chocorroles, negritos o napolitanos. Una verdadera delicia.
Nuestra tierna mente estaba influenciada por los anuncios que transmitía Televisa-en aquel entonces, la única televisora de cobertura nacional-, cuando Capulina salía cantando: “Los pingüinos Marinela, con sabor a chocolate, dame una probadita, de pingüino Marinela. ¡Requete sabrosos son! ¡Requete sabrosos son!” Y el méndigo panzón le daba una suculenta mordida al pastelillo, relleno con merengue y cubierto de chocolate.
Era un paraíso de sabores para nosotros, que éramos golosísimos. Me recuerda aquel mundo de dulces y chocolate de la película de Willy Wonka, donde los escuincles invitados podían tragar todos los dulces que quisieran y echarse clavados en una alberca de chocolate.
Marinela no era la única marca que ofrecía todo tipo de chuchulucos.
Había chicles Motita, paletas Payaso, con ojos y boca de gomita, los caramelos Sugus, los confitones de Ricolino, los chocolates Bu bu lu bu con centro de malvavisco y cubiertos de chocoate.
Cada domingo, Chabelo hacía un concurso donde ponía a los niños a competir entre ellos, patrocinado por esa deliciosa golosina. Luego, el ganador tenía tres opciones: Una puerta que escondía un premio bueno, otra que tenía uno medianón y otro donde había una porquería.
Al final, el picarón Chabelo le ofrecía una catafixia, es decir, un cambio del premio que escogió, el cual aún no sabía cuál era, y lo que contenía una de las bolsas de su pantaloncillo.
¿Quién no recuerda las catsupapas Barcel? ¿Y las galletas Mamut, que eran una especie de disco de harina parecido a las galletas Marías, pero con un bombón encima cubierto con una capa de chocolate?
Eran tiempos maravillosos, aquellos. Nuestros papás se sobaban duro el lomo para poder ganar lo necesario y nosotros llegábamos, inconscientes, a pedirles un cinco o un veinte para comprar nuestra golosina favorita.
Hoy, aquellos insaciables consumidores de dulces son unos venerables abuelos llenos de achaques provocados por tanta azúcar acumulada. Unos tienen diabetes, otros alta presión, aquellos con cáncer y estos otros con problemas cardiovasculares.
Solo hasta entrados los años 2 mil nos dimos cuenta que había alimentos saludables y que todo aquello que nos gustaba ingerir nos hacía un daño tremendo.
Hoy México es uno de los países con más personas obesas en el mundo. Le seguimos entrando duro al chesco y las papas fritas siguen siendo los suplementos alimenticios más cotizados por las panzas aventureras de los engañiles, vendedores ambulantes y oficinistas.
Y hablando de aquellas ricas golosinas, nunca me expliqué por qué alguien querría comerse un pan de los que se usan para hacer hot dogs, cubiertos de chocolate. Se llamaban Negritos y los producía la marca Bimbo.
Con el paso del tiempo, llegaron las organizaciones de derechos humanos y vieron que ese comercial atentaba contra un grupo racial, específicamente, a la raza negra.
Entonces, en vez de sacarlo del mercado, simplemente le cambiaron de nombre y le pusieron: Nitos. El negrito que era la imagen del pastelillo fue sustituido por un chavo de piel menos morena y un peinado a la afro.
Pero como todo cae por su propio peso, hace algunos años dejó de producirse y actualmente ya no se encuentra en los anaqueles de las tiendas.
Estoy seguro que alguno de mis dos o tres lectores alguna vez en su vida se deleitó con alguna de esas maravillosas golosinas.
Termino mi colaboración de hoy con el refrán estilo Pegaso, cortesía del pinche gansito Marinela: “¡Mantén remembranzas de mi persona!” (¡Recuérdame!)