Por Pegaso
Les debo una disculpa a las bellas mujeres que llegaron a leer mi columna que publiqué el pasado primero de mayo intitulada: Suelas.
La gran mayoría de los varones que la leyeron supieron de qué trataba y creo que hasta se desternillaron de risa, porque acompañé la descripción de cuatro extraños tipos de aves con jocosos comentarios.
Las aves que mencioné fueron: El pájaro con suelas, el pájaro quema maíz, el pájaro quema Marías y el pájaro que mea tormentas.
Todos ellos no son reales y pertenecen al basto y colorido reino de los albures.
Las damas que alcanzaron a leerla tal vez abrieron los ojos como platos y dijeron: “Pe- pe- pero ¿qué es esto de las aves? No entiendo qué quiere decir Pegaso con tan exóticas descripciones”.
Lo vuelvo a decir. Eran albures. Mea culpa.
Pero para redimirme, quiero hacer en este artículo una apología del albur.
¿Qué es el albur? El Diccionario de la Real Academia Española lo define de esta manera: “Juego de palabras de doble sentido”.
Y sí. Efectivamente. Pero el albur es mucho más que eso. Es el juego de la dominación.
Entre los grandes simios, los machos de la manada suelen inclinarse ante el macho alfa para demostrarle respeto y sumisión.
En las barriadas de México el albur es una lucha verbal entre dos o más varones que intentan demostrar quién es el macho alfa.
El ingenioso e intrincado lenguaje que suele utilizarse en los albures ha sido objeto hasta de estudios serios por parte de especialistas.
Hay libros dedicados a este tema, como “El Libro de los Albures” y “Antología del Albur”, ambos de Víctor Hernández, “Su Majestad, el Albur”, de Fernando Díez de Urdanivia y “Para leer de una sentada”, de María de Lourdes Ruiz, mejor conocida como “La Reina del Albur”.
A María de Lourdes Ruiz Baltazar, quien falleció en el 2019, la llamaban “La Reina del Albur” por la facilidad con que enhilaba frases picarescas para someter verbalmente a sus contertulios.
Llegó una vez un reportero a entrevistarla a su puesto de Tepito y le preguntó: “¿Qué es lo que vende en este puesto?” Y ella le contestó: “¡Puros mamelucos!”
También se le preguntó en alguna ocasión cómo es que era tan buena para los albures, si era una mujer, y se supone que los albures son entre hombres que intentan demostrar quién penetra a quién como un juego de dominación.
Ella contestó: “Pues no tengo pene, pero tengo dedos”.
Y así, la misma colonia en que vivía la “Reina del Albur” se presta a juegos de palabras más o menos picantes.
En la casa donde yo crecí, en la colonia Chapultepec, cada verano se ponía un pequeño circo en el patio. El show de payasos lo daban dos hermanos adolescentes llamados Petruska y Casianito.
El show iniciaba siempre con una cancioncilla donde Petrusca empezaba cantando: “Tuve un amor”, y el tal Casianito le respondía: “Un amor tuve”.
Continuaba Petruska: “Allá por Tepito”. Y el pillastre le volvía a responder: “Yo te pito por detrás”, y le acomodaba un tablazo en el voluminoso trasero, que eran unos globos que al contacto de la tabla estallaban ruidosamente, causando la hilaridad del respetable.
Así, pues, mis disculpas a las candorosas e inocentes mujeres que leyeron tan soez, bajo, grosero, indigno, vil, lépero, chabacano, basto y ordinario escrito. Prometo que ya no lo volveré a hacer.
Viene el refrán estilo Pegaso: “¿Cuán pequeño es pequeñito?” ¿Qué tanto es tantito?